La cosa pasa al teatro. Shakespeare toma las narraciones de Raleigh y las pone en boca de Otelo, protagonista de una de sus obras inmortales, de tema de amor, historia de un hombre ingenuo en el fondo, aunque sea un general, envenenado en sus pensamientos por Yago, intrigante que le cuenta historias falsas para llenarlo de celos, llevándolo a asesinar a Desdémona, amantísima esposa.
La obra empieza cuando Otelo está explicando cómo enamoró a Desdémona, responde acusaciones del padre de ésta de que la embrujó, de que usó pócimas y filtros para eso. Los espectadores del teatro El Globo de Londres oían a Otelo narrar su manera: «Yo contaba los recios golpes que marchitaron mi juventud». Entre esas aventuras de juventud está una donde vio al rey al que sus súbditos cubren de polvo de oro soplado por unos delgados tubos vegetales, con lo que convoca la imagen del rey Dorado que Raleigh narra haber visto de pie dentro de una curiara recibiendo el áureo empolvamiento. Asimismo habla Raleigh, no Otelo, de los Iwapanomes, los hombres sin cabeza que tienen los ojos en el pecho, vecinos de las amazonas y del lago de Parima, también de un diamante del tamaño de una montaña. Por voz de la geografía imprecisa, a la vez rey e Iwapanomes viven en Arabia.
El resultado es el enamoramiento de la dama. Shakespeare lo declara con su palabra sublime: «Ella me amó por lo que había sufrido, y yo la amé porque ella me compadeció». Tras esto se inicia la trama amorosa de la obra.
Antes de continuar hay que acotar que siempre se rumoró, y todavía se rumora en círculos eruditos ocupados en eso, que Raleigh sería el autor de algunas de las obras de Shakespeare. También Francis Bacon y otros son señalados a partir de la abierta incongruencia existente entre la altísima erudición presente en varias obras shakespeareanas y la persona de Shakespeare actor del teatro El Globo, hombre sobre todo de oficio.
Pero no hay teatro ni erudición que valga, el partido Estuardo neutraliza a Raleigh. Después es más derrotado, se le enjuicia y condena a muchos años de reclusión en la Torre de Londres
En 1616 Raleigh es liberado. Organiza una nueva invasión a la tierra del Orinoco, trata de convertir la ola favorable en maremoto. Imposible le resultó la conquista, los españoles han artillado a América con cañones poderosos y conventos a granel
Regresa a Londres flaco, enfermo, habiendo perdido un hijo en Venezuela. No trae los oros con que iba a apasionar a la corte para que declarara la guerra a España. Entonces juzgan al aventurero de la armadura de plata por violentar la paz firmada con aquella potencia. Ante los jueces, el aventurero habla de moral, enumera los crímenes de los españoles. No dice «derechos humanos», pero ésa es exactamente su prédica: los atropellos de los españoles contra los dueños originales de aquellas tierras justifican filosóficamente la intervención británica. Se debe «salvar» a aquellos aborígenes. Si de paso se conquista algún territorio y se hace uno que otro buen negocio ello no será sino premio de Dios, siempre amable con los buenos. La argumentación es la redituable actual política de los derechos humanos. Inútil es esta elocuencia, el partido Estuardo juzga a Raleigh, lo condena, y fragmenta su cuello con el hacha del verdugo. Pero lejos, en un punto situado al otro lado del inmenso océano Atlántico, queda sembrada una pulsión que estructurará la historia suramericana, la norteamericana y la británica hasta el siglo XXI cuando menos. El continente americano era jovencísimo, no existía ni el primer pilote de un puerto.