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Cuando el infierno tiene forma de archipiélago

El castillo de Barbazul, de Javier Cercas

Es también el desarrollo de la novela policial una forma de sondear la condición ética de una sociedad. Aunque lejos esté la intención del ensayo, imaginar una trama y desarrollarla con un mínimo de verosimilitud comporta una disección más o menos profunda del contexto social. El desenlace, en consecuencia, no deja de ser una metáfora que resume esta interpretación del autor, puesta en la mirada de su protagonista.

Siempre provocador, Manuel Vázquez Montalbán iba un poco más allá al afirmar que los detectives privados son los termómetros de la moral establecida. Su Pepe Carvalho reivindicó la especie a lo largo de una existencia literaria que fue dando lugar, incluso, a alegorías poéticas y filosóficas sobre el devenir civilizatorio. Cumpliendo una profecía oracular, la sociedad moderna se ha mimetizado con la atmósfera opresiva del género negro y hoy sus moradores aspiran los finales redondos de aquellas intrigas en papel. Los héroes, sin embargo, siguen perteneciendo al campo de la literatura.

Y allí nos reencontramos con Melchor Marín, un expolicía de ralea y prontuario pero dotado de conciencia ética, vecino como Pepe Carvalho de los predios catalanes y con similar afición por las letras, que cierra con esta novela la llamada trilogía de la Tierra Alta, firmada por el escritor cacereño Javier Cercas.

Marín es un sobreviviente –algo que consta en las dos entregas previas de la serie–, y como tal teme que el pasado pueda pasarle factura. Ahora, en el presente de la novela, quiere ser un padre para su hija adolescente, el momento quizá menos oportuno para intentarlo. Cosette, nombre tomado de ‘Los miserables’ –obra que ambos leen como hito final de una rutina de lecturas compartidas, de un tiempo acaso dichoso–, comienza a intuir fallas en su biografía, quizá maleada por un padre excesivamente protector, lo que motivará la primera crisis existencial de su vida.

El distanciamiento se produce, como toda fatalidad, en el instante de mayor vulnerabilidad para ambos: en uno, mientras luce ensimismado por la duda; en la otra, cuando se desborda de autoconfianza adolescente. Cosette desaparece durante un viaje a la isla de Mallorca. Todo hace suponer que se trata de una deserción voluntaria, pero Melchor Marín, impetitente ejecutor de suspicacias, iniciará una desesperada búsqueda en los dos planos conocidos de la realidad: el espacial, que a los lectores nos introduce en una isla de tenebrosos recovecos, y el metafísico, que para el expolicía supone el retorno a una dimensión conocida, la de la perversidad y la degradación social.

La narración instaura un formulario de denuncias en el que la corrupción policial y judicial de la isla supone el hecho menos relevante para Marín, movido hasta aquí solo por el propósito de hallar a su hija. El estado general de sospecha con el que se encuentra en las Islas Baleares no es su problema.

Acaece entonces una revelación, oficiada por un hosco vicario de la ley, Damián Carrasco, expolicía como él pero con menos que perder, quien le irá convenciendo, ante la posibilidad de que Cosette se encuentre cautiva de una red de traficantes de menores, de que la justicia se hará para todos o no será justicia. La exploración de este dilema moral le otorga intención a la novela de Cercas para hacernos una vez más el típico cuestionamiento, ¿justifica el fin los medios para alcanzarlo?

Como resulta incuestionable para los voceros del avance civilizatorio, el hecho de que proliferen hoy los magnates globales (Musk, Bezos, Zuckerberg) es la prueba de que la libertad absoluta está a la orden del día y a la mano de quien cumpla con invocarla. Más evidente resulta para nosotros el trasfondo de una frase ya algo enmohecida por el tiempo: si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente.

En ‘El castillo de Barbazul’, evocación del cuento de hadas más escalofriante del mundo, el monstruoso depredador de mujeres reencarna en uno de estos magnates, calcado al perfil de un amigo de Donald Trump: Jeffrey Epstein. ¿Qué cabría hacer ante un criminal que ha terminado corrompiendo a la autoridad y aún utilizándola como encubridora de sus inescrupulosas fechorías? Una vez que Melchor Marín lo decida, el lector no dudará en acompañarlo.

“El otro día le dije que el cliché de que todo el mundo tiene un precio es la pura verdad, ¿se acuerda? Pero lo que no le dije es que en Mallorca esa es una verdad ancestral, una cosa metida en la mentalidad de la gente, y que todo el mundo está acostumbrado a convivir con ella…”, sentencia Damián Carrasco, indiferente al alcance de una certeza que se prolonga más allá de su entorno geográfico.

Sucede que en este confín, ‘finis terrae’ del archipiélago español, expresamente en la bahía de Formentor, tuvieron lugar históricos coloquios literarios que por años promovieron el cultivo de las letras entre círculos progresistas nacionales y extranjeros, vigilados de cerca por los censores franquistas. La mancebía del magnate Rafael Mattson, temido ‘castillo de Barbazul’ que en nuestra novela rebosa en horror pederasta, colinda con el legendario Hotel Formentor, sede de aquellos encuentros, que dieron pie a su vez a la instauración del prestigioso Premio de las Letras, y cuya primera entrega, en 1961, garantizará la presencia de Jorge Luis Borges en la esfera internacional. Valga, entonces, el juego de significantes que dispone cielo e infierno en el último rincón de una inadvertida ínsula.

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