Para el desarrollo de este texto es necesario decir algo obvio: a los sectores conservadores de América Latina no les gusta el cambio, y menos si controlan directa o indirectamente el poder político, como sucede en buena parte de la región.
Y si por algún accidente histórico se interrumpe su continuidad en el mando, hacen todo lo posible por retormarlo, aunque tengan que aliarse con el demonio de turno en la Casa Blanca y a pesar de que deban caminar sobre miles de cadáveres.
Otra característica de estos respetables señores es su poco apego a la verdad, su desprecio por la historia y su experticia en la manipulación de la realidad para adormecer y/o aterrorizar a eso que se llama opinión pública.
Y hay algo más que define un comportamiento regional puesto en evidencia cuando regresan a ser gobierno: la venganza expresada en razias y desapariciones invisibilizadas por los mismos medios que, desde la oposición, reclamaban garantías para la libertad (empresarial) de expresión.
Muestras de todo esto hay de sobra. En el siglo XX las dictaduras militares promovidas por Estados Unidos y toleradas por muchos de sus aliados europeos, construyeron verdaderos sistemas de terror en Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil y Bolivia, por mencionar solamente algunos países víctimas del Plan Cóndor.
En el siglo XXI hemos visto cómo puede cambiar la historia en pocos días y cómo se asumen esas transformaciones por cada factor político. Venezuela, Perú y Bolivia son buenos casos para ilustrar tal afirmación.
En nuestro país se usó todo el arsenal disponible para derrocar al presidente Hugo Chávez. Durante las pocas horas en las que la oposición estuvo en Miraflores se escarbó hasta debajo de las piedras para cazar chavistas. Volvió el Comandante a Miraflores y llamó a la reconciliación sin cacería de brujas.
En Perú se apresó el presidente Pedro Castillo por usar una herramienta prevista en la Constitución, la misma a la que apeló el mandatario de Ecuador, (empresario querido por EEUU) para mantenerse en el poder.
En ambos países se ha desatado la represión indiscriminada de los movimientos populares con el silencio cómplice de la OEA y de su secretario general Luis Almagro, quien conspiró para derrocar al presidente Evo Morales por medio de un golpe de Estado prepagado por el Departamento de Estado.
Todo esto debería tenerlo muy en cuenta el presidente de Colombia Gustavo Petro.