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La Pandemia desafía al Claustro universitario

Letal, incómoda, abrupta, desmesurada, colmada de incertidumbres, la pandemia toca con estridencia las puertas de los claustros universitarios para exigirles con urgencia reflexionar y actuar sobre el fondo y la manera hasta ahora empleada para generar, dividir, apropiarse e impartir el conocimiento.

La reflexión no es nada novedosa, pero sí azorada. La sacudida del Covid19 pone en aprietos al poder institucional y pedagógico empotrado históricamente en el Claustro universitario, y una vez más lo obliga a columpiar entre el “aislamiento” solicitado por la investigación y el proceso de enseñanza aprendizaje; y el recelo invocado por la burocracia académica para apropiarse del conocimiento como estandarte para el ejercicio burocrático de la autoridad. Es, en esencia, la nada extraña y en ocasiones contradictoria relación entre el poder y el saber.

El asunto es que así como el ataque del virus ha llamado a gritos a la ausente y urgida solidaridad social, y ha puesto en evidencia la necesidad y pertinencia de un sistema universal y gratuito de salud; también ha develado la inoperancia infraestructural y sistémica de las universidades para dar continuidad a su labor académica e investigativa, por estar atrapadas en la rigidez académica y en el enredado quehacer burocrático y conservador de la gestión universitaria.

Basta mencionar algunos pocos eventos históricos del Claustro, para palpar cuan recurrentes son las tensiones entre quienes se inclinan por democratizar el conocimiento, y los que atrapados en las abadías universitarias se apropian de él, como reservorio, medio y propósito de control institucional y social.

Un repaso somero de las reformas y cambios universitarios pone de relieve que la historia de la universidad está signada por la historia estructural del Claustro, campo en pugna entre quienes se abrogan el derecho al control de la institucionalidad universitaria y los que piden una mayor participación de los actores universitarios, en cuyo andar se han unido petitorios inclusivos de otros protagonistas sociales.

Así está escrito en los 289 artículos de Estatuto Republicano decretado por el Libertador y el médico José María Vargas, en 1827, el cual quitó a la universidad la denominación de Real y Pontificia, acabó con la discriminación al ingreso según el color de la piel y fe religiosa, eliminó el obstáculo de las Constituciones de 1727 que impedía a los médicos ejercer el rectorado, estableció el nombramiento de las autoridades por elecciones entre los catedráticos participantes del Claustro.

La apertura republicana del Libertador antecedió al Grito de Córdoba, o Reforma Universitaria de 1918, cuyo Manifiesto del 21 de junio de 1918 apunta: “La juventud ya no pide. Exige que se le reconozca el derecho a exteriorizar ese pensamiento propio en los cuerpos universitarios por medio de sus representantes. Está cansada de soportar a los tiranos. Si ha sido capaz de realizar una revolución en las conciencias, no puede desconocérsele la capacidad de intervenir en el gobierno de su propia casa”.

Tales hechos históricos acicatearon el Manifiesto Universitario del Mayo Francés de 1968, el cual proclamaba que “los estudiantes y profesores deben poder cuestionar regularmente y con total libertad el contenido y la forma de la enseñanza…la universidad debe ser el centro del cuestionamiento permanente de la sociedad. […] debe garantizar […] la presencia y la libre expresión de las minorías”.

La impronta de tales movimientos democratizadores marcó la Renovación Universitaria de 1969, uno de cuyos preceptos fue la crítica a la burocracia administrativa de las universidades, proponiendo una organización sencilla y flexible, además del control por parte de la comunidad universitaria de la forma de conducir las universidades.

Es así como la pandemia irrumpe en esta tendencia histórica para estremecer el modelo de gestión y pedagógico impartido entre las paredes del recinto universitario, y someter a revisión su turbia y borrascosa relación con el sistema institucional de ejercicio del poder en las universidades, sesgado hacia sus concepciones de manejo de la academia frente a la realidad impuesta por el virus.

He allí entonces el dilema o relación o contradicción entre poder y saber. En tanto el primero atiende a su naturaleza conservadora de alimentarse a sí mismo para reproducirse y perpetuarse, e intenta plasmar en la educación a distancia un “copy paste” de su modelo de gestionar la universidad; el segundo solicita insertar este recurso en la recreación de los centros de estudios, para que sean capaces de saltar sus muros e incorporar a la calle dentro de la academia; un encuentro dialógico en el cual las necesidades del pueblo sea el eje dominante en la búsqueda, división, apropiación, gestión en la enseñanza aprendizaje del conocimiento.

Hállese o no vacuna contra el Coronavirus, su presencia como hecho histórico solicita la reflexión sobre la vigencia y pertinencia de las áreas del conocimiento hasta ahora impartidas, entorno a cómo será la división político administrativa de la gestión universitaria, sus relaciones humanas, el aforo de las aulas, los diseños arquitectónicos de talleres y laboratorios, los recursos de aprendizaje, las didácticas usadas en las asignaturas y sus concomitantes objetivos, contenidos, sistemas de evaluación, modalidades de participación estudiantil.

La nueva realidad histórica acelerada abruptamente por el Coronavirus también nos pregunta cuáles especialidades o carreras deben dictarse en el campus, cuáles pueden ser impartidas en sus espacios originarios, cuáles entre ambos, valga decir: industrias, oficinas, campo, urbanizaciones, barrios; cuáles y cuántas bajo la modalidad presencial, semi o mixta.

La historia del claustro nos exige también responder a incertidumbres respecto a cómo incluir o excluir a otros actores de ineludible presencia en la educación a distancia, cómo atender y aplicar la ética académica frente a plagios, qué hacer frente a estudiantes carentes de acceso a las Tecnologías de la Información y la Comunicación.

Todas estas incertidumbres obligan a que la universidad disuelva sus muros para que pueda insertar nuevas formas de encuentro con los estudiantes, e innovar métodos de investigación y enseñanza, ante la necesidad de encontrarse y disertar en otros espacios con otros actores no necesariamente universitarios.

A las peticiones de los estatutos republicanos dictados por Bolívar y Vargas, del Grito de Córdoba, del Mayo Francés, de la Renovación Universitaria, por citar algunos y significativos cambios históricos, que marcaron aperturas de las universidades al saber y al pueblo, se une entonces la pandemia cual fenómeno no social ni político con altas repercusiones sociales y políticas, para decir que las aulas, los talleres, los laboratorios, así como los consejos universitarios y los centros de estudiantes, tienen y deben estar en los barrios, en las fábricas, en los bosques, en los desiertos, en los ríos, so pena de que los consejos universitarios y centros de estudiantes sucumban asfixiados en salones y pupitres sin tapabocas ni respirador alguno.

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